Llegué a Madrid un miércoles de agosto de 1998. Tenía 25 años. No hace falta que te pongas a echar cuentas, no te molestes, ya te lo digo yo. Voy a cumplir 43.
Parece que fue ayer cuando llegué a la capital, con miedo a hablar demasiado al taxista por si descubría que no era madrileña y me timaba en la carrera. Cosas de los andaluces. Madrid es la capital, esconde peligros y todos te quieren engañar.
Me parece que no despisté en ningún momento al taxista. En cuanto dije la dirección, salió mi asentaso cordobéh por todos los poroh de mi piel.
Todavía a día de hoy me siguen diciendo: ¿Y tu de dónde eres?. A lo mejor por eso de que me lo preguntan tanto, no soporto ver a Alejandro Sanz hacer esa misma pregunta una y otra vez en el concurso de La Voz. Traumas que te van quedando.
El taxista me llevó directamente a la oficina donde iba a empezar a trabajar. ¡Qué emocionante es el primer día!. Compañeros nuevos, gente desconocida… gloria bendita. Y una ilusión enorme.
La ilusión por emprender algo nuevo nadie ha sido capaz de quitármela. Sigo sintiendo la misma ilusión por cada nuevo proyecto en el que pongo el corazón y las ganas.
En esta oficina conocí a mi marido. En aquel entonces, él era un joven de 29 años y jefe de producción. Supervisaba el avance de los trabajos y echaba un ojo al progreso de los novatos como yo.
Yo no se si era su voz grave, cálida, calmada o sus zapatos modernos, marrones, con hebillas o los puños de su camisa desabotonados o su traje marrón claro o su camisa a juego con el traje o su mirada cautivadora o su sonrisa atractiva con un hoyuelo que se le formaba en la comisura de la boca o su piel morena o su altura o su manera de andar…, lo que hacían que el corazón me latiera con más velocidad cuando oía su voz o sentía su presencia.
Él tenía por costumbre observar cómo trabajabas situándose justo detrás. Tu estabas ahí tranquilamente y de repente sentías una presencia. Al intuir que lo tenía a mis espaldas, ya no era capaz de dar pie con bola. El ratón ya no me respondía y el nerviosismo era máximo.
Por un lado me infundía respeto y por otro me atraía enormemente, cosa que no podía esconder de ninguna de las maneras. En cuanto se dirigía a mi, ya me estaba poniendo roja como un tomate.
¡Cómo odio ruborizarme!. Es una condena asquerosa que no sirve para nada, solo para dejarte en evidencia cuando menos te los esperas. Para que todo el mundo sepa que estás en una situación comprometida, que te sientes incómoda, insegura. Vaya gracia. Es algo con lo que tengo que lidiar cada día. Hay situaciones que consigo controlar, pero siempre aparecen otras que me desbordan y consiguen sacarme los colores.
Pues imagínate lo bien que disimulaba mis sentimientos. Solo con hablarme, ya estaba roja. Yo intentaba actuar como si eso no me estuviera pasando, poniendo cara indiferente o dando contestaciones secas, pero no conseguía engañar a nadie.
Siempre tendré una imagen de él grabada en mi mente. Su rodilla clavada en el suelo, al pie de mi silla, mostrándome algo en la pantalla del ordenador, dejando al descubierto sus zapatos con hebillas y sus puños desabotonados.
El cortejo duró 4 meses y solo 2 meses después ya vivíamos juntos. Y todo por culpa de unos zapatos con hebillas. ¿Qué habría pasado si hubiera llevado zapatos con cordones?. No quiero ni pensarlo.
A lo largo de mi vida he tenido unos cuantos zapatos con hebillas. No se que tienen, pero me parecen clásicos a la vez que modernos, masculinos a la vez que femeninos, sexy a la vez que formales. ¿Delirios tal vez?. Seguro.
Y como diría Ernesto Sáenz de Buruaga, «Así son las cosas, y así se las hemos contado».
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