Todos hemos heredado algo de nuestro padres, me refiero a la forma de ser, al carácter, los gestos, las manías, las frases hechas, es inevitable. Hemos pasado muchos años con ellos, los años más decisivos, donde se forma la persona.
Yo creo haber heredado el sentido del humor de ellos. He crecido con los chistes de mi padre. Pero él nunca te avisaba de que te fuera a contar un chiste, lo incorporaba en la conversación como algo que le hubiera pasado. Y ahí estaba mi madre para desmentir constantemente todo lo que mi padre nos decía. Su frase preferida era: «¡Pero no te creas lo que te cuenta tu padre, no ves que es mentira!».
Pues no, no lo veía. Cuando eres pequeña te tragas lo que sea. Con el tiempo todos fuimos capaces de distinguir realidad de ficción, sobre todo porque no le pueden pasar tantas cosas increíbles y graciosas a una misma persona. El chiste y la gracieta formaban parte de todas las conversaciones. Si querías explicar algo, siempre hacías referencia a un chiste, contando solo una parte, y ya todos en la familia sabían de qué estabas hablando. Eso estaba muy bien en el núcleo familiar. El problema venía cuando salías de él. Estabas con tus amigos charlando y de repente te venía una referencia a un chiste y lo soltabas. Todos se quedaban mirándote con cara de alucinados. Con una ceja enarcada y los ojos muy abiertos. Esta es la cara de , qué me estás contando?. Luego alguien se atrevía a decirte que contaras el chiste porque no lo conocían. Ahí ya te ponían en un compromiso, porque la gracia estaba en conocer el chiste y reírte de que la situación era similar, y así no tener que dar más explicaciones. Total, un desastre. Pero eso no te hace escarmentar. Lo tienes interiorizado y te vuelve a pasar en cuanto menos te lo esperas.
En una ocasión, estaba en el trabajo sentada en mi ordenador. El jefe estaba enseñando la oficina a una visita. En una parte del recorrido siempre se acercaba a un puesto de algún técnico y le pedía una serie de tareas en la pantalla. En aquella ocasión fui yo la elegida. Por aquel entonces salía en la tele a todas horas, el anuncio de un coche en el que una persona revisaba un vídeo con un profesional de la imagen y en el momento en el que aparecía el coche le decía: «captúralo, captúralo», y se quedaba la imagen del coche congelada. Pues bien. Mi jefe me dijo en un momento determinado: «amplíalo, amplíalo» y yo le contesté, «captúralo, captúralo», a modo de gracieta, pensando que todo el mundo tenía en su cabeza el anuncio del coche. Pero se produjo un silencio incómodo y entendí que la única que tenía la cabeza ida era yo. Menos mal que mi jefe no me lo tuvo en cuenta. Pues este es sólo un ejemplo de cómo funciona mi mente. Todo me recuerda a algo donde se le puede sacar una risa.
Me encantan los monólogos de Joaquín Reyes y Enrique Sevilla. Yo creo que han vivido en mi casa y no me he dado cuenta. Su casa me parece que es una copia de la mía en muchos aspectos. Pero lo que me dejó maravillada es una frase que dijo Enrique Sevilla, al final de un monólogo, a modo de reflexión. Una frase que decía su madre y resulta que la mía también. Hay que decir que Enrique Sevilla es de Albacete y mi madre de Córdoba. Nada que ver, pienso. Pues decía así:
«No os compro más natillas, porque os las coméis».
Me parto, me troncho y me mondo. Que sentencia más verdadera. Mi madre lo aplicaba a todo, a los cereales, a la copa danone, al chocolate, a todo lo que estaba bueno de verdad.
En fin, recuerdos estupendos, que cuando alguien los convierte en monólogo, no puede parar de reír.
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